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Mi abuela parió sola a trece de sus dieciséis hijos

Mi abuela parió sola a trece de sus dieciséis hijos


Parir sola, sanar con plantas y vivir con sabiduría ancestral: la historia de mi abuela negra del Cauca.


Sola, sin anestesia, sin asistencia médica institucional, sin más compañía que su fe y el conocimiento heredado de sus ancestros. Se encerró en una habitación, se acostó en la cama y trajo al mundo una vida. No permitió que nadie entrara hasta que todo hubiera concluido. Para soportar el dolor, preparó un trapo con alhucema, agua florida linimento y alcohol. Cuando sentía que iba a desmayarse, lo ponía en su nariz, respiraba hondo y volvía en sí.

Cortó el cordón umbilical con un palo afilado de guadua y selló el ombligo del bebé con cebo de vela para evitar hemorragias. Para expulsar la placenta, bebió un pocillo con orines de hombre. Luego se levantó, se aseó… y siguió criando. Después vino la dieta: cuarenta días sin tocar el agua, protegiéndose del frío, bañándose únicamente con agua hervida en ruda, romero, hierbabuena y albahaca. La primera noche debía pasarla encerrada. Si al amanecer llovía, no salía. La naturaleza mandaba.

Pero la vida no siempre respeta los rituales. A los 22 días de haber dado a luz por primera vez, su bebé enfermó gravemente. Ella aún no había completado su dieta. Desesperada, salió, cruzó un río de aguas heladas y caminó durante horas. Llegó al centro de salud más cercano: la casa del hierbatero. El niño se salvó. Ella, en cambio, enfermó, porque el cuerpo recuerda cuando se interrumpe el proceso de cuidado.

Mi abuela es una mujer negra del corregimiento de San Jacinto, en el Cauca. Curandera por necesidad y por sabiduría. Nunca pisó una facultad de medicina occidental, pero conoce las plantas como si fueran parte de su sangre. Me enseñó sobre el mata ratón para la fibre, el llantén para quemaduras y cataratas, el totumo como jarabe contra el asma, el anamú para purificar el cuerpo y el espíritu. Tres baños al sol o macerado en aguardiente y enterrado en luna menguante. Todo tenía
su tiempo, su razón, su poder.

También me mostró los remedios para el alma: el rezo, el canto y el silencio. Porque para ella, la salud no solo es física, también espiritual; es conexión con lo sagrado, diálogo con los ancestros, protección frente al mal. Crecí escuchando estas historias, observando cómo mujeres como mi abuela curaban sin uniforme médico, asistían partos sin quirófano, cuidaban sin certificaciones académicas.

Comprendí también que estos saberes tan poderosos han sido históricamente ridiculizados, deslegitimados, negados y criminalizados. Se les denominó brujería, se les trató de ignorancia, se les silenció porque cuestionaban el monopolio biomédico, la lógica farmacéutica y el racismo estructural del conocimiento.

Mientras tanto, las instituciones estatales permanecían ausentes. Aún hoy, en zonas rurales de Colombia, muchas mujeres continúan dando a luz sin asistencia médica. Según Profamilia, las mujeres afrodescendientes e indígenas enfrentan mayores obstáculos en el acceso a la salud que el resto de la población. Viven lejos de los centros médicos, carecen de cobertura integral, y frecuentemente sus necesidades culturales son invisibilizadas.

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En los territorios donde la salud institucional es inaccesible, las plantas siguen brindando primeros auxilios. Y la abuela, la primera médica. No pretendo romantizar el dolor ni el sufrimiento. Mi abuela no parió sola por valentía, sino por falta de opción. No había personal médico ni puestos de salud, no había presencia del Estado. Sin embargo, es innegable que sus métodos de sanación poseen un valor que hemos subestimado demasiado tiempo.

Ella y muchas otras han sostenido la vida con sus manos, su memoria y su fe. Lo han hecho sin pedir permiso, cuando nadie más respondía. Este texto es un homenaje y un acto de resistencia. Escribo para visibilizarlas, para que estas historias dejen de ser susurradas y se conviertan en memoria colectiva. Quizás algún día, cuando hablemos de medicina, nombremos también a quienes sanaron desde la sabiduría ancestral. Porque en sus manos también existe ciencia y en su conocimiento también florece la vida.

Y porque tal vez en una planta, un canto o una receta compartida entre generaciones resida la esperanza de quienes no poseen más que eso: un saber que no se compra, pero que sí puede salvar.


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