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Mi papá se llamaba Carlos y lo mató la guerra

Mi papá se llamaba Carlos y lo mató la guerra


Mi papá se llamaba Carlos. Era negro, alto, delgado, medía 1.85. Tenía una risa contagiosa y una mirada firme. Le decían el Happy porque era el alma de cada reunión: bailador incansable, buen conversador, siempre bien vestido. Era de esos hombres que parecían hechos de alegría y convicción.


Carlos nació en el departamento del Cauca, una región al suroccidente de Colombia profundamente atravesada por la historia de las resistencias afro e indígenas. El Cauca ha sido cuna de luchas sociales, pero también campo de disputa territorial entre el Estado, la guerrilla y los paramilitares. En los años noventa, el conflicto armado se intensificó en la región, convirtiendo municipios como Caloto, Suárez, El Tambo o Santander de Quilichao en escenarios de masacres, desplazamientos y persecución.

Mi papá nació en medio de todo eso. Fue uno de dieciséis hermanos. Creció entre la tierra, el sudor, las ideas y los silencios. Su linaje no era cualquiera. Era sobrino nieto de Sabas Casarán Hernández, historiador, político, miembro de la Policía Nacional, veterano de la guerra con Perú, y exalcalde de Puerto Tejada y Padilla. Y su primo tercero, Faraón Orjuela, quien también fue alcalde del municipio de Caloto, líder demócrata y atendió como mandatario la Masacre del Nilo. De ahí viene, quizás, ese fuego que le ardía en la sangre. Con liderazgo, de pensamiento crítico y sensibilidad por la historia, el pueblo y la justicia.

Carlos fue un guerrero, un luchador, un hombre con el corazón revolucionario. Mi impulso por los derechos humanos, mi fuerza rebelde y mi voz que no se calla no nacen solo de mí: vienen de él, de mi madre y de todos los hombres y mujeres que nos precedieron en esta lucha por existir con dignidad. Como muchos jóvenes afrodescendientes del Cauca y de aquella época, mi padre migró al Casanare, en los Llanos Orientales, buscando oportunidades.

El Casanare es una tierra de sabanas infinitas, ganado, calor abrasador y cielos que parecen estallar en cada atardecer. Pero también era un territorio controlado por intereses violentos. A finales de los 90, si vivías allí, tenías que tomar partido: o eras de la guerrilla o eras del otro bando. Y a veces, bastaba con parecer diferente, con pensar, con decir, para que te mataran.

Mi papá se llamaba Carlos. Era negro, alto, delgado, medía 1.85. Tenía una risa contagiosa y una mirada firme. Le decían el Happy porque era el alma de cada reunión: bailador incansable, buen conversador, siempre bien vestido.

Mi papá trabajaba como obrero. Su sueño era construirles una casa nueva a sus padres. Era el sostén económico y emocional de su familia. Y tenía ideales. Era de los que no se arrodillan. Su corazón era rebelde y solidario. En Colombia, vivir con dignidad siendo negro, pobre y consciente, era y sigue siendo un acto de resistencia. El 30 de julio de 1998 lo asesinaron. Tenía 29 años, yo tenía cuatro. Recuerdo correr alrededor del ataúd gritando que ese no era mi papá.

‘Mi papá tenía una camisa rosada, no una blanca’, decía. La mente de una niña no entiende la muerte, solo el vacío. Ese año, Colombia vivía uno de los momentos más oscuros de su historia reciente. Ernesto Samper entregaba el poder a Andrés Pastrana, en medio de un país quebrado moralmente por la corrupción, y desgarrado por un conflicto armado que se había vuelto cotidiano. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) estaban en su punto más fuerte. Los paramilitares crecían como plaga. Y el Estado… el Estado brillaba por su ausencia.

Pastrana prometió paz, pero para muchas familias, como la mía, la guerra ya había ganado. En 1998, se iniciaron los diálogos con las FARC. Se estableció una zona de distensión del tamaño de Suiza para negociar. Mientras tanto, campesinos, afrodescendientes, indígenas, niños y niñas seguían siendo desplazados, secuestrados o asesinados. Ese mismo año, se registraron más de 1,6 millones de personas desplazadas, decenas de masacres, cientos de crímenes impunes. Nadie vino a preguntarnos por mi papá. Nadie vino a reparar. Nadie se hizo responsable.

Después del asesinato, no pudimos ir a su entierro. Un paro armado lo impidió. No conocí su tumba hasta que cumplí 16 años. Mi mamá, campesina del Casanare, no tuvo tiempo para llorar. Tenía que elegir entre el duelo o la supervivencia, y eligió vivir. Empacó lo poco que teníamos y salió huyendo con nosotras. Mi hermana y yo, pequeñas, confundidas, heridas. Nos fuimos a Villavicencio, buscando refugio, buscando aire, pero lo que encontramos fue otra forma de violencia: el racismo y la indiferencia.

Crecimos solas, expuestas, marcadas por esa herida sin nombre que deja la guerra. Una guerra que te arrebata el pasado, pero también el futuro. Que te obliga a madurar antes de tiempo, que convierte a una niña en desplazada, y a una madre en sobreviviente. Con los años, la violencia siguió tocando a los nuestros. Hace poco asesinaron a un primo. Muchos de mis familiares han tenido que dejar sus tierras. El conflicto no ha terminado, solo se ha vuelto menos visible. Pero sigue respirando en la memoria de quienes lo hemos vivido en carne propia.

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Esta historia no es solo mía.
Es la historia de millones.
De los que ya no están.
De los que aún esperan justicia.
De quienes cargamos un duelo que el Estado
nunca reconoció.

Mi historia comienza con un hombre llamado Carlos.
Mi padre. Un hijo del Cauca. Un obrero del Casanare.
Un revolucionario en tiempos de muerte.
Y aunque me lo arrebataron cuando yo apenas
Aprendía a hablar, todavía lo escucho.
En mi voz.
En mi lucha.
En mi dignidad.

Escribo esto porque la memoria es una forma de justicia. Porque el silencio también mata. Y porque en un país donde todo se olvida, contar la verdad es un acto de amor radical.


Por: Paola Cazarán.


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