Cada transformación física, cada nuevo ritmo emocional, cada cambio corporal que acompaña la maternidad, carga un discurso que no siempre nos pertenece. Lo repetimos inconscientemente; a menudo lo vestimos sin desearlo. ¿Por qué debo disimularme? ¿De dónde surgen las definiciones de cómo debe lucir una mujer que crea vida?
La moda no impone, propone y revela; pero cuando la mirada externa pesa más que la interna, se transforma en un disfraz. Al igual que el cuerpo, el estilo ha sido campo de batallas. Nos vestimos para encajar, para agradar, para no incomodar. El control, la clasificación y la domesticación se asocian al mundo que a muchos nos apasiona, aunque también ha sido nuestra rebelión.
Desde el corsé que comenzó como una idea, las faldas amplias que limitaban los pasos o los tacones que impedían correr, hasta los pantalones o la minifalda que fueron —y continúan siendo— una bofetada al recato impuesto. En cada tela hay un grito o una sumisión.
Me pregunto hoy, en este estado: ¿Y si empezáramos a vestirnos para recordar quiénes somos? ¿Quién elige nuestro mensaje? No para volver a la de antes, sino para descubrir a la de ahora; la que emerge entre horarios caóticos, cambios constantes, trabajo, culpa y miedo; la que aún existe. ¿Por qué la maternidad debe borrar el deseo? ¿Por qué la comodidad se opone al placer estético? ¿Por qué el cuerpo de una madre es tema público?
Mientras nos señalan lo que deberíamos usar —lo que estiliza, lo que disimula, lo que no grita— nadie pregunta qué queremos expresar con lo que llevamos. En este contexto, el cuerpo se vuelve político, expuesto, comentado, normado. Por eso el acto de vestir se vuelve aliado o enemigo. La moda no es frívola ni banal; es un lenguaje —mi lenguaje—, uno que puede ser profundamente íntimo o violentamente externo.

Un 90% de las mujeres ha sentido presión por regresar a su cuerpo de antes tras un embarazo. ¿Dónde está escrita esa versión anterior como estándar? ¿Y por qué nadie habla del nuevo cuerpo como territorio de posibilidad? Aquí la moda y cada prenda que decidamos usar puede ser una afirmación. No para gustar, sino para estar; no para parecer, sino para ser.
El clóset, ese espacio íntimo, puede dejar de ser un campo de batalla entre lo que se espera y lo real; puede convertirse en territorio de recuperación, de declaración y autonomía. Gabrielle Chanel lo entendió en los años veinte cuando liberó el cuerpo femenino y lo vistió con siluetas funcionales: “La ropa no es solo para adornar el cuerpo, es para darle espacio a la vida”, decía.
¿Y si la moda no fuera una renuncia, sino una herramienta para reconocernos? ¿Y si hiciéramos del estilo un ritual de regreso? No al pasado, sino al centro. Porque vestirse no es solo cubrirse, es también una manera de construirse, reconstruirse; de conectar con la versión más honesta de nosotras mismas.
Hoy, la maternidad me enfrenta a nuevas preguntas: ¿Cómo me visto para existir en este cuerpo cambiante? ¿Qué decisiones estoy tomando por mí, y cuáles por los otros? ¿La comodidad es sinónimo de renuncia o de soberanía? ¿La sensualidad tiene fecha de caducidad? Seguramente mis preguntas cambiarán, pero lo que sí tengo claro es que cada vez que una mujer se viste para sí misma, algo se libera. Y cada libertad conquistada es también una forma de volver a casa.
Con amor, Helena.
Por: Helena Fadul.