Tengo desparramadas ante mí, una serie de fotografías antiguas; arrojan sus estampas en blancos y negros, sepias y grises. Las que más deleitan mi mirada ofrecen las imágenes de unas figuras femeninas. En una, dos mujeres lucen trajes de baños enterizos, sus pelos arreglados en crespos lustrosos, ellas posan en la orilla de una playa, la imagen ha retenido la espuma oceánica. En otras, una de ellas lleva un bonito vestido de estampados forales, un cinturón que aprieta la cintura y, pese a la ausencia de color, se revela el rastro del maquillaje y los labios pintados. ¿De qué color serían las flores del vestido?
La mujer que se repite en las postales es mi abuela Fanny. En unas está con su tía, Clara. En otras, aparece con quien era su mejor amiga. Ambas posan frente a un árbol frondoso y refrescante en El Prado, en Barranquilla. Algunas capturas dan cuenta de pequeños viajes por el Caribe colombiano, pero otras son tomas cándidas de un cuerpo vestido que anda por la calle. En otros tiempos, cuando la fotografía no era todavía esa realidad visual común, este era un hábito: había sujetos con cámara en mano que registraban paseantes y luego les ofrecían en venta la fotografía.
No era común que en las familias hubiese cámaras y el milagro de retener el instante era digno de inversión monetaria. Es probable que todos y todas tengamos a nuestros linajes captados en este tipo de fotografías. Si las miro mucho tiempo, mi mirada se hace líquida. Aquí está también una estampa cuadrada, en Queens, en lo que debe ser el año 1965, un retrato de familia. Mi madre aparece en los brazos de su abuela, y atrás de ellas, una hilera de mujeres con peinados altos y vestidos angulares. La estética como índice del tiempo posible. Atrás dice: made by Kodak.
Allí empieza mi historia con la escena neoyorquina, décadas antes de haber nacido, cuando mi bisabuela se llevó a sus siete hijos a Queens. Otras imágenes muestran a esa misma mujer, de ojos claros y pelo blanco, junto a una de sus hermanas y mi abuela, su hija, glamurosas y vestidas con cálculo, con gafas de sol y pañoletas en las cabezas, posando frente a la Estatua de la Libertad.

Qué extraño es el tiempo, la vida. Qué increíble ese vértigo del tiempo extinto. Esa escena fue real, fue un instante encarnado, estaba lleno de vida. Ya no es. Fue hace muchos años: cuando mi abuela estaba joven y viva, ni mi madre, ni mi hermana, ni yo existíamos. Y qué insólito todavía, que mi abuela ya no esté aquí. Cómo es posible que un ser que se ame tanto ya no exista, se haya ido hace una década, cuando yo habitaba Manhattan y la llamaba por teléfono todas las semanas, transitando las calles, narrándole cosas que veía. La presencia de mi abuela, estas fotografías son la prueba de que, si nos aman, no nos morimos. De que, si hay vestigio material, nos extinguimos y al mismo tiempo, no nos vamos.
En una caligrafía que reconozco de ella, se lee: Barranquilla, 1952. “En un yate, al lado del Castillo de Bocachica”, febrero 14, 1954. Las fotografías retienen instantes precisos de una vida, y también son pruebas del estilo del momento. Llevo unos años pensando en eso. En el libro revolucionario Estudios de moda en Colombia: una pregunta en construcción, mi amado amigo y colega Edward Salazar —editor y gestor del documento— me invitó a escribir dos ensayos.
Uno de ellos va sobre el tema, se llama “Armarios de mujeres vestidas: esbozos para una curaduría”. Fue un ejercicio de teoría ensayística, pero también un sueño que acaricio desde hace años: escenificar una exhibición de moda en Colombia que use el álbum familiar como fuente para recuperar retazos de la memoria colectiva del estilo en distintos contextos del país. Para ese ensayo, una alumna me proporcionó piezas de los armarios de sus dos abuelas e imágenes de los álbumes familiares. En las páginas se ven las ropas, colgadas en perchas y luego, habitadas por esos cuerpos femeninos en otras épocas, retratadas en momentos vivos a través de la inmortalidad de la fotografía del momento.
Es el mismo Edward Salazar quien indaga este tema en su libro Nostalgias y aspiraciones: vestir, estéticas y tránsitos de las clases medias bogotanas en la segunda mitad del siglo XX. Un trabajo único que inicia con el niño que mira la materialidad de su entorno, las fotografías de su abuelo y la fotografía de Nereo López, como registro de esa Bogotá que se materializa a través de imágenes y de ciertas vestimentas.
Para muchas de nosotras, el estilo y la moda empezaron a entrar en nuestras miradas de esa manera: el primer entorno, la habitación de una abuela, el tocador. Los hábitos de la feminidad que empezamos a ver sin saber todavía lo que eran. Los hábitos del estilo que afloraban en momentos especiales, en la atmósfera de festividad, para hacerse retratos familiares.
En mi propia mirada, siempre interesada en la historia, en los cambios de las estéticas, en entender cómo experimentamos el mundo y el estilo a través de lo visual, esta reflexión se intensificó al considerar más intensamente la idea de la moda en su “radicalidad contextual”.
Es decir, está el fashion, ese sistema material y simbólico asociado al norte global con el que conversa y dialoga la experiencia sudaca; pero la moda es un terreno en disputa, movedizo, que requiere constantemente ese ejercicio: ¿qué es la moda en un contexto como Latinoamérica? Y si miramos ese contexto de manera radical, ¿cuáles son las fuentes que nos permiten mirar lo que puede significar estilo acá?
Hace poco, un amigo me compartió un precioso ensayo sobre las muertes innombrables que sufrió durante la pandemia de la COVID-19. Perdió a tres personas de su familia. En uno de los fragmentos, describe una fotografía familiar en la casa en la que él vivió la niñez, ubicada en el barrio La Soledad. Es una imagen hecha mucho antes de que él naciera, también es una postal de grises. En esas líneas, describe la sensación que me embarga cuando miro las fotos en mi escritorio también.
En la imagen, gente que allí está viva y que está haciendo las cosas de los vivos se detienen para hacer una fotografía. Clic. Instante detenido que siguió seguramente con el cauce regular de lo que hace junta una familia. Leerlo fue corroborar el amor profundo que se tiene por los amigos que nos ofrecen una sensibilidad compartida. Días después, en su casa, me mostró la imagen. Debe ser 1967, o algo por esa línea, le dije. Lo delataban los peinados y las ropas, pero también que una de sus tías sostenía ante la cámara un disco de Los Beatles.
Una fotografía de álbum familiar —un hábito derruido en los tiempos de almacenamiento portátil y digital— es un reflejo de la naturaleza oscilante de la moda. Una imagen personal, íntima, de una familia, es un testimonio estético de lo particular. Pero las ropas, los peinados y los objetos son índices de lo que estaba pasando en lo estructural. La moda es así, particular y estructural. Una imagen puede refractar la memoria colectiva. ¡Qué poderoso insumo, esta fuente de lo latino para el diseño, la investigación, el estilismo! Un terreno fértil para entender la moda y el estilo en los términos de nuestros contextos. Radical significa “de raíz”. Poner la mirada más allí.
Por: Vanessa Rosales Altamar